​Corría un día lluvioso de marzo de un año cualquiera, y el viejo despertó como en un día más. Para mí, sin embargo, era el día en que lo iba a matar.
 
Aquella mañana se levantó temprano, fumó medio cigarrillo y tomó una ducha fría, después de lo cual se puso la vieja americana azul sombrío, justo a tono con el corazón que palpitaba en esa caja de huesos maltratada por el tabaco que llamaba pecho.
 
Tenía los pómulos saltados como montañas, y en las cuencas de sus ojos se cernía el peso de la vida, y dos chispas casi opacas y al punto de la extinción, como si hasta la muerte misma estuviera esquivando su alma.
 
Nunca salía de casa, excepto cuando se asomaba a recoger lo que de tanto en tanto enviaba con el mismo mensajero, el único hijo –de todos los que tuvo– que aún le hablaba.
 
Aquel hombre escuálido y maltratado por la vida, se había olvidado de todo, y especialmente de mí con el paso del tiempo, empero, yo siempre lo recordé.
Se habia retirado a un pueblo minusculo hacia el sur, porque todo lo lejos queda siempre hacia el sur.
 
Yo nunca me molesté en saber su nombre. Para mi, siempre fue y sería, el viejo.
 
Había caído entonces la tarde, y me presenté a su puerta sin más. Toqué. No respondió. Toqué una vez más, y decidí girar el pomo de la puerta. Entonces pude oírlo toser. Estaba en la parte de atrás. Su casa, parecía más un almacén abandonado. Olía a soledad y destierro mezclados con nostalgia.
 
Tomé entonces un cuchillo oxidado, lo primero que alcancé a ver en una caja de herramientas que había tirada en el piso, y me acerqué a la puerta de atrás.
 
Allí estaba, de pie junto a un montoncito de madera que daba la impresion de que habría estado improvisando una especie de vivero y tenia una maceta de barro en la mano. Su mirada era fija e inexpresiva pero noté que me había estado esperando. Di un paso atrás. Casi suelto el cuchillo pero apreté la mano temblorosa y caminé hacia el viejo. Él no se movió. Yo apresure el paso y cuando estuve lo suficientemente cerca para un beso, llevé mi mano derecha a su cuello y lentamente le hundí el metal oxidado entre las costillas. Unas pocas laminillas de óxido se desprendieron y cayeron por mi puño ensangrentado.
 
Oí el golpe seco de la maceta que sostenía al romperse contra el piso. Sentí sus manos apretarme los hombros. Luego exhaló y tosió. Sangre. Sólo entonces noté su olor putrefacto entre las flores.
 
–El paquete está en la mesa de la cocina. —susurré.
 
No sentí nada de lo que habría esperado. Solté el cuchillo en su tórax, y quemé las fotografías de los niños abusados que guardaba.
 
De él, dijeron que unos ladrones habrían tratado de robarle.
 
Jamás volví a aquel lugar, aunque viví en los alrededores un buen tiempo, pero uno nunca se vuelve a ser el mismo después de algo así.

—Emanuel Fernandez